viernes, 6 de septiembre de 2013

Una vida cualquiera, 1940. (I)

La alarma que anuncia un ataque interrumpe mi delicado sueño. El revuelo se va acentuando cada vez más en mi casa. Mis ojos no quieren abrirse, pero mi mente está totalmente lúcida. Se escucha unos fuertes pasos subiendo las escaleras, haciéndolas crujir. Mi madre, todavía con su gracioso gorro de dormir, entra a la carrera en mi habitación. Tiene las pupilas dilatadas por el terror. Sus manos, aún calientes por el reciente sueño, me zarandea mientras grita. No entiendo lo que dice, ahora es mi mente la que está nublada.
Un bebé llora desconsoladamente en el cuarto contiguo, por lo que mi madre sale precipitadamente de allí. "Quédate conmigo" susurro al viento. Me deshago como puedo de las numerosas mantas que mi madre había colocado primorosamente aquella noche. Mis delgadas piernas salen de la cama, temblando. El largo camisón de seda cae hasta mis tobillos y me estremezco cuando mis pies descalzos tocan el frío mármol. "Deberías haberte puesto calcetines" me reprendo a mi misma. Y es cuando me doy cuenta.
Mi cuarto está iluminado, aunque sea de madrugada. Una tenue luz dorada hace que mi habitación tenga un aspecto fantasmal. Mi gran armario y el escritorio proyectan largas sombras sobre mi pared azul cielo, mi color favorito. Las antiguas muñecas, desgastadas por el paso del tiempo, me sonríen directamente con su sonrisa burlona. Aún descalza y paralizada me acerco a la ventana. La ciudad está en llamas. El fuego se levanta peligrosamente hacia el cielo, tiñéndolo de color ceniza. Unos gigantescos pájaros cruzan el cielo soltando unos huevos negros como el carbón. Son aviones, aviones bombarderos.
El terror inunda mi mente. Los gritos desesperados de mi madre, antes ininteligibles, resuenan en mi cabeza claros como el agua. "Nos atacan, hay que salir de aquí, vamos"
Mis piernas reaccionan involuntariamente, me calzo unas botas de charol negras y corro hacia la puerta. El sonido de las explosiones queda amortiguado en la gran casa. Paso por el corredor al lado de un espejo. Mi cara blanca y con grandes ojeras, observa atentamente la escena.
Todas las habitaciones están abierta de par en par. Mi madre lleva en brazos a mi hermano pequeño, el cual no cesa de llorar. Mi padre está cogiendo todos sus libros, aquellos que le llevaron a la fama y a la riqueza. Mi madre no es capaz de articular palabra, intenta salvar nuestros recuerdos familiares; una foto mía a los siete años en las calles de Londres, la boda de mis padres, mi primer vestidito de bebé, el nacimiento de mi hermano... Mi madre no soporta dejar su vida atrás, pero mi padre la empuja escaleras abajo, haciéndola tropezar.
La sirvienta me llama, ha cogido un par de mis viejos vestidos y me ordena que baje inmediatamente. Me explica, entre sollozos, que están bombardeando Londres y que tenemos que dirigirnos al refugio más cercano a toda prisa.

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